Por el Sr. Camacho
Una postal en braille.
Caos en oficina. Papeles y objetos muy fuera de lugar. Tanto caos que hay un entero organismo de hombre desparramado sobre un escritorio. Duro.
Llega un joven con extremada buena onda y espíritu afable que no percibe lo extraño del entorno y ni al sujeto 100% ausente arrojado sobre el mueble.
Viste ropa deportiva y con anteojos oscuros disimula un moretón cárdeno que reposa sobre su ojo derecho.
Acto seguido ingresa una chica de energía enérgica, ataviada con sabores retro y con exquisito glamour porta gafas de sol que le dan un toque de elegancia extravagante.
Tampoco se asombra del desajustado entorno.
Diego y Carolina entablan una conversación amable y equilibrada signada por las reglas de la buena educación.
Por labios de los susodichos nos enteramos que la oficina es algún tipo de inmobiliaria y que han llegado en busca de Sánchez, que les extraña que no haya llegado y que comenzamos a sospechar que es el tipo inmóvil.
Han llegado desde Buenos Aires en busca de la paz y tranquilidad de las sierras.
Ella, con voz aflautadísima, rítmica y muy próxima a lo exasperante:
“Me encantan cómo hablan los cordobeses!...Cómo piropea el cordobés! En Buenos Aires son más simples pero acá son todos poetas”.
Poesía. Seguramente el que la piropeó no estaba poniendo ladrillos en un edificio en construcción. Y no es porque tengamos algo en contra de los albañiles que son seres humanos después de todo, simplemente nos basamos en la observación y en puras estadísticas.
Diego y Carolina se comportan en forma peculiar pero no llegamos a darnos cuenta muy bien porqué. Son extremadamente cautelosos y amables; sonríen todo el tiempo y son gentiles y corteses.
Él cuenta que hace deporte. Ella le pide tocarlo. Le dice:
“La voz genera cosas. Si usted escucha mi voz y no me viera, ¿cómo diría que soy?”
Diego le sigue el jueguito.
Carolina lo desafía:
“Adivine mi perfume”
“AmorAmor”, dice él sin dudar ni una milésima de segundo. Parece ser que tiene un olfato extraordinariamente desarrollado.
Mientras esperan su cita con Sánchez comparten galletitas dulces de los Testigos de Jehová y una botellita de agua.
“Lancome número 97, Rubí!”, vocifera Diego saboreando el lápiz de labio de ella impregnado en el pico de la botellita.
En un momento de alta emotividad Diego cuenta que es huérfano. Fue abandonado en un carril en Avenida Córdoba y La Plata a 60 Km/h y fue recogido por un camión de Sancor.
Desde ahí es que lo apodan “Descremado”.
De a poquito, nos damos cuenta que la cualidad que los hacía tan particulares reside en una cuestión puramente física: son ciegos. O no videntes, como gusten.
Ignoramos por qué ventura del destino dos ciegos se encuentran en una inmobiliaria pero la vida es así, insospechada e inesperable.
Entonces descubren al ser humano yaciente en el escritorio. Medio que le tocan la mano, desestiman la idea de que es un apoya papeles de diseño e importado, luego creen que uno de ellos tiene tres manos pero se dan cuenta que no, que la mano está fría y que anexado a la mano viene todo un tipo de setenta kilos.
“¡Es Sánchez!¡Cómo no lo vimos!”, observan.
El revoleo ocular de ambos crece en vértigo y excitación.
Dudan de llamar a la policía y huyen velozmente de la oficina, confundidos, asustados y más ciegos todavía.
Silencio. El lugar queda en pausa.
Hasta que lentamente se incorpora el despojo humano.
Se mira. Mira el despiole. Recoge una botella de whisky vacía y reflexiona:
“Uh…cómo chupé!”
Luego sale con paso cansino y resacoso y quién sabe, tal vez se va a dar una vueltita por las sierras.
Se les nubló la vista a Cavicchia y del Barco. Estuvo inconsciente brillantemente, Marasini.
Lo Minúsculo: Los diálogos dióptricos.
Lo inesperable: Que Marasini no respirara.
Trivia: “¡Marasini tendría que haberse despertado, ponerse unos lentes oscuros y tomar un bastón!”, una idea que estaba allí pero el elenco no la vio.
Calificación: Un fondo ocular.
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